Por aquí, en cada jornada laboral, el vértigo comercial moviliza entre 1000 y 4000 pesos en cada punto de venta callejero. Curiosamente, están fuera de la ley. Pero todo vale. Un millón de personas transitan la zona. Y la demanda es incesante. Con frío, con lluvia o con calor. Los alimentos se calcinan entre los sofocones del verano y no hay inspector en el mundo que pueda frenar tamaña oferta de irregularidades en 16 cuadras. La gente compra. Compra y compra. El negocio es tan grande que la Justicia, el gobierno y la policía han demostrado que lo que puede hacerse es poca cosa.
La noche de Once es un mundo inhóspito. Cuando los comercios -los habilitados- bajan las persianas, los manteros también se marchan. Algunos dejan sus estructuras ilegales en la calle y otros alquilan un lugar para tener sus cosas a resguardo, en alguna heladería, por ejemplo.
Las veredas que eran de todos, entonces ya no son de nadie. Cientos de miles de papeles, de envases, de basura, es la fotografía que se verá hasta entrada la madrugada. Luego llegarán los camiones del gobierno para limpiar las calles. Esas sucias calles. Que sólo estarán aseadas apenas durante cuatro o cinco horas. Porque después ganará la rutina, la misma de siempre: ilegalidad, desidia, abandono.
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