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El 60 % de los porteños tiene una mascota pero pocos saben qué hacer cuando muere

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Andrés, que no es Andrés, tenía una pala de juguete en su mano. Era de madrugada y estaba desesperado. Unas horas antes, su pareja -embarazada de mellizas- había entrado a los gritos al departamento en el que vivían. Otro perro había matado al mini caniche toy de la familia. Andrés no entendía qué pasaba pero tranquilizó a su mujer, agarró a su mascota y prometió encargarse. Llevó a la casa de su mamá a su hijo de tres años, pero antes buscó entre sus juguetes. Hurgó entre cochecitos, trenes, bloques y sacó una pala, de esas con las que los chicos arman castillos en la playa. Poco después, estaba junto a su papá, en medio de la noche, en el Parque Chacabuco. Cavando. “Fue horrible y muy triste. Sentía que estábamos haciendo algo prohibido, pero en ese momento no se me ocurrió otra opción. Vivíamos en un departamento y el parque estaba a pocas cuadras”, dice. El entierro ocurrió hace más de diez años, pero sigue reflejando la misma duda: ¿Qué hacer cuando una mascota muere?

En la Ciudad de Buenos Aires, más de la mitad de los hogares tiene mascotas (59,3 %). De ese total, el 37 % tiene perros y el 19% gatos. Son cientos de miles de animales en viviendas urbanas, de las que el 75% son departamentos. La tenencia alta de animales se mantiene y los espacios se achican. Desde hace tiempo para una mayoría que vive en la Ciudad dejó de ser viable despedir y sepultar a su animal en el fondo de un jardín o en un terreno baldío. Además, a diferencia de otros puntos del país, en Capital no hay cementerio de mascotas. Y hasta que llega el momento, muy pocos quieren organizar, siquiera imaginar, cómo se ocuparán de esa muerte. Por razones sanitarias, está prohibido incinerar o enterrar animales en el espacio público.

En la casa de Claudia Petruzzelli en Boedo, arriba de una estufa, hay un portaretrato con una foto. En la imagen está Greta, una doberman de 12 años, hecha ovillo al pie de esa misma estufa. “Era su rincón favorito y la foto ahí, nuestra manera de recordarla. Murió en octubre. Tuvimos que ponerla a dormir”, dice Claudia y en su plural incluye a su marido y sus hijas. “Desconocía que la eutanasia estaba contemplada para los animales. Tardamos una semana en decidir. Fue muy difícil pero ella sufría: estaba postrada, tuvo hemorragias, la medicación no hacía efecto, ya no comía. No era vida para Greta, después de cómo la habíamos querido y tratado”, se lamenta. Si la decisión fue aplicarle la eutanasia, surgía otra pregunta: qué hacer con el cuerpo. La opción fue cremarla. La veterinaria les sugirió una empresa que se encarga de la cremación en una planta en San Fernando, distrito del norte de Buenos Aires. “Preguntaron si queríamos las cenizas y dijimos que no. Creo que el proceso costó $ 1500. Rompí la boleta. No quise tenerla”.